SEVILLA



"Hemos abierto mucho la mano, Pepe" 

El termómetro que el funcionario supervisor había colocado junto al almanaque de Cajasol en su despacho del Palacio de San Telmo, sede de la Presidencia de la Junta, marcaba varios grados menos que la temperatura ambiente del entorno del Hotel Alfonso XIII y la Universidad. Era aquel, posiblemente, el edificio más gélido de Andalucía en la mañana posterior a las fiestas navideñas, cuando los funcionarios iniciaban la escalada de la cuesta de enero con sus mermados sueldos y la espada de Damocles de la ley del enchufe sobre sus cabezas… “Malos tiempos para la función pública”, comentaba el compañero del Csif mientras repartía agendas del sindicato con cruces en los días de protestas que se avecinan. “Malos, malos tiempos para la función pública”, le respondía la compañera Isabel, responsable del Registro de Entrada. 

Cuando el presidente Pepe Griñán –llámame Pepe- entró por las puertas del Palacio, los meneos de cabeza del cuerpo de ujieres dejaban mucho que desear. No había en ellos esa cadencia solemne que marca el rito inicial de la jornada. No se podría decir que a ninguno de ellos le fuera a entrar tortícolis por mover el cuello con energía.
-- Bueno días… -dijo el presidente-.
-- Hummm, humm ... –contestó el ujier de puerta como quien entona desafinando la canción del pirata-,  “la botella de rommmhummm, la botella de rommhumm, iban en el cofre del muertohummhummm”. Malos tiempos estos de la defunción pública.

Pepe Griñan no tardó en darse cuenta de que algo se mascullaba allí, de que el Palacio había sido taladrado por un malestar generalizado del cuerpo de funcionarios que parecía amenazar con otra cadena de pitadas y abucheos durante la presencia del presidente en los actos oficiales. Y con esa capacidad para reaccionar ante las dificultades que le caracteriza, llamó a Pizarro, consejero de Gobernación, experto en colocaciones.
-- ¿Qué está pasando aquí, Luis?
-- Los fasshas esos del Csif, que están dispuestos a seguir con la bulla.

En ese momento entró en el despacho presidencial donde se producía el diálogo entre presidente y consejero el ujier de la planta noble que a punto estuvo de tocar la madera del suelo con la frente inclinando la cabeza ante los dos próceres presentes. Se trataba de Ernesto Cerrillo, militante ugetista, que había accedido al cargo de ujier del pasillo central de Presidencia por acceso directo, es decir, por la puerta de entrada. Era lo que se llamaba un ujier de confianza.
-- Dime, Cerrillo, qué está pasando ahí fuera –preguntó el presidente-.
-- Lo de siempre Pepe, lo de siempre. Los fasshas del Csif  que están preparando la reacción callejera. Como no espabilemos, Pepe, esto se va al garete –continuaba el ujier con un nivel de confianza hacia el presidente impropio de su rango-. Hasta ahora las manifestaciones eran de los sindicatos de clase, de los verdaderos defensores del proletariado, pero ya cualquiera se manifiesta. Hemos abierto mucho la mano, Pepe, y esta gente se nos va a subir a las barbas. La democracia tiene que tener unas reglas y aquí no tendrían que manifestarse quienes no han suscrito la concertación social. Para manifestarnos estamos nosotros, cuando sea necesario, y esos que se dediquen a trabajar. ¿No dicen que son funcionarios de carrera y que no quieren enchufados? Pues que se ganen el sueldo.
-- Vale, vale… -cortó el presidente temiendo que la perorata del ujier llegara a mayores-.
-- Retírate, Cerrillo –ordenó Pizarro-.
Cerrillo hizo lo que se le mandaba no sin antes inclinar de nuevo la cabeza hasta rozar la madera del suelo con la gomina del tupé.

-- Tengo para mí que algo estamos haciendo mal –dijo el presidente mientras jugaba con la punta del abrecartas y mantenía la mirada perdida en el libro de un poeta orgánico que tenía sobre la mesa-. Algo estamos haciendo mal… -insistió el presidente-.
-- Bueno, Pepe -saltó Pizarro-, no nos pasemos de autocrítica, que pareces uno de esos que contesta en las encuestas que esto va mal o muy mal y puede ir peor o muy peor. 
El presidente miró al consejero como si no hubiera escuchado sus palabras y siguió moviendo el abrecartas de plata hincando la punta en el dedo pulgar de su mano izquierda.
-- Vamos a ver si ahora va a resultar que no tenemos razón. –continuó Pizarro dispuesto a montar un discurso programático-. ¿Qué es lo que nos critican? ¿Que vamos a dejar colocados a más de veinte mil de los nuestros por si se cumple lo que dicen las encuestas y nos echan del poder? Natural, Pepe, natural. Pero vamos a ver: llevamos casi treinta años manteniéndonos de la cosa pública, de la política, pisando la moqueta, con coches oficiales, dando tarjetazos y viviendo como tiene que vivir una clase política digna, eso, una clase política digna –repetía Pizarro lanzando el dedo índice hacia la lámpara de araña del despacho presidencial-. Pues bien, si tenemos que dejar todo esto, Pepe, por esas puertas de San Telmo y por las de las consejerías, delegaciones, empresas públicas, chiringuitos y toda la estructura oficial saldrán decenas de miles de camaradas después de entregar sus móviles en el Registro de Entrada. ¿Y sabes dónde irían si no dejamos colocados a un buen número de ellos? Irían a la casa del pueblo, sacarían las navajas y correrían detrás de nosotros para que los siguiéramos manteniendo.
-- Es una manera de verlo. Sí, sí… es una manera de verlo –contestó el presidente pasándose ahora el abrecartas por la barbilla-. Y mientras tanto, Luis, filósofo, que eres un filósofo, ¿quién me quita a mi los abucheos, pitidos y broncas que tengo que aguantar cada vez que salgo a la calle por culpa de esos funcionarios?
-- Querido Pepe, piensa que siempre será mejor que te piten los de enfrente que los tuyos. Porque no hay peor navajazo que el que te pueda dar un compañero. Esto de los funcionarios, Pepe, esto no será nada con lo que se va a armar el día que dejemos el calor del poder en el que hemos descansado durante treinta años.
El presidente dejó caer el abrecartas sobre el libro de poemas y disponiéndose a iniciar la jornada oficial se limitó a contestar “puede ser”.