HUELVA

   
Alguien había extendido una alfombra púrpura...

Acababa de pasar la vista por el último borrador de contrato de la venta de Aguas de Huelva cuando el señor alcalde escuchó el gozne de la puerta principal de su despacho como si se tratase del lamento de un cuervo herido. Don Pedro levantó la mirada sujetándose las gafas de media concha y cordoncillo, y su vista se topó con el secretario, Ángel Sánchez, a quien parecía habérsele posado una cámara de televisión en el hombro derecho como se asienta una gaviota en el palo mayor de un velero.
-- Hola, Pedro, buenos días…
--Qué pasa –contestó el alcalde, que no solía recibir de buen grado que se le molestase cuando estaba inmerso en asuntos principales-.
-- ¿No has escuchado?
-- No, ¿a qué te refieres?
En efecto, por el cuerpo de concejales del equipo de Gobierno, cada cual en su despacho, parecía correr algo así como un calambre animado por los golpes que penetraban por los balcones de la Casa Grande desde la Gran Vía.
-- ¿Qué es eso? –preguntó el alcalde, haciéndose cargo ya del persistente y contundente toc, toc, toc, que violaba los visillos del despacho de la primera autoridad.
-- No sé… ¿Me asomo? –dijo Ángel moviéndose hacia el balcón sin que la cámara le temblara en el hombro.
-- Dónde vas… ¡Espera!, ¡espera! Puede tratarse de cualquier conato de manifestación de nuestros adversos o de algún proveedor que trata de llamar la atención para que saldemos su deuda. Espera…-insistió don Pedro, mirando de reojo hacia el balcón sin atreverse a volver su cuerpo entero.
-- No me extrañaría que fuera otro invento de Barragán para acoplar el mobiliario urbano de la Vía Periquista –así se le llamaba en el Gobierno a la nueva Gran Vía-, dijo Ángel tratando de rebajar la tensión de don Pedro.
-- Este Barragán me ha llenado Huelva de carriles bicis y aquí no hay quien monte en bicileta. Vayas por donde vayas encuentras a madres con carritos que no pueden caminar por las aceras con esos carriles color chocolate y sin que nadie haya visto pasar una solo bicicleta por ellos –remató el alcalde queriendo apartar peores presagios-.

Toc, toc, toc… Aquel ruido, con la cadencia de un martinete que acompasa el martillo sobre el yunque amenazaba con horadar el cerebro del equipo de Gobierno, cuyos concejales y concejalas permanecían sin saber qué hacer, esperando alguna instrucción al respecto.

Toc, toc, toc…
-- ¡Jo!, si es Petronila.
Esta expresión sólo podía deberse a un bedel de UGT, el único miembro del cuerpo funcionarial que sin temor alguno había descorrido los visillos de la sala de espera para ver qué demonios era aquello que embargaba el ánimo de la gobernación entera.
Y así era. Doña Petronila Guerrero, en funciones de presidenta de la Diputación y candidata de su partido a la poltrona municipal, pasaba por delante de la Casa Grande en una especie de carrera oficial desde la sede convencional del organismo en la Gran Vía hacia la sede regia del mismo, es decir, el Hotel París, antigua Casa de la Bola, cuyo esplendor ilumina la Plaza de las Monjas y es faro que guía la rehabilitación arquitectónica moderna.
Alguien, posiblemente el equipo de campaña de la candidata, había extendido una alfombra púrpura desde Diputación al Hotel París, cruzando la Plaza de las Monjas por donde las palomas revoloteaban al paso de doña Petronila como si coronaran con su vuelo los andares de la candidata. Toc, toc, toc…
-- ¿Y cómo puede hacer ese ruido si va andando sobre una alfombra? –se preguntaba el bedel-.
-- Doña Petronila tiene nervio para eso y para más –replicó un camarada del cuerpo de la Policía Municipal que no disimulaba su inclinación en las encuestas.

Cuando don Pedro asomó la cabeza tras los visillos y sus ojos se deslizaron desde el mástil de la bandera de Huelva hacia la parte superior de la melena de la presidenta, la cámara que Ángel llevaba sobre su hombro encendió el piloto como si un resorte le aconsejara que aquella escena era merecedora del conocimiento de los onubenses a través de la televisión municipal.

-- ¡¡¡Apaga eso!!! –dijo el alcalde con una voz ronca mitad grito mitad susurro-.

Nervioso por la reacción de don Pedro, el secretario empezó a darle palmetadas a la cámara tratando de apagar el piloto, y hasta hubiera dejado caer el artefacto si no fuera porque parecía formar parte de su propio cuerpo como si fuera un brazo, una cabeza mecánica o un apéndice marciano.

Cuando los concejales y concejalas del equipo de Gobierno tuvieron conocimiento de lo que les acabo de contar, un aire espeso de preocupación surcó las estancias como un fantasma sembrando de malos presagios los despachos de la Casa Consistorial. Mientras esto ocurría, doña Petronila seguía taconeando hacia el Hotel París, moviendo con un gracejo propio de una presidenta el bolso color fucsia en el que la candidata suele llevar el móvil corporativo para dictar las primeras órdenes de la jornada.