Todo apunta a que la juez que instruye el caso de los ERE puede tener problemas. En los albores del escándalo, alguien publicó que su marido habido auditado a Mercasevilla, aunque lo hiciera meses antes de que se abriera el caso. Después se ha producido un tenso forcejeo entre la Junta y la juez Mercedes Alaya que, si de cara a la galería se traducía en promesas de colaboración por parte del Gobierno andaluz, en realidad era un síntoma de que el PSOE empezaba a marcar distancias con la instructora del caso. Y, finalmente, la juez Alaya ha tenido que dar un toque de atención cuestionando al fiscal y exigiendo las actas de los Consejos de Gobierno, además de valorar determinadas informaciones con las que se ha podido querer sembrar dudas sobre su independencia.

En una región como Andalucía, donde tantos han sufrido
los embates neofascistas de una estructura de poder fáctico sin escrúpulos, una juez que se atreva a meterle mano a un asunto que puede poner en jaque a la cúpula del PSOE, es digna de reconocimiento. Naturalmente, a esta instructora es posible que no le lleguen a dar la Medalla de Andalucía ni a nombrarla Hija Predilecta como a
Alfonso Guerra… Posiblemente, ella tampoco lo querría. Pero en casos como el de esta juez, la sociedad, a veces tan cobarde, tiene la obligación de estar atenta y apoyar, aunque sólo sea “espiritualmente”, el trabajo de esta profesional de la judicatura, y llegado el caso, defender un testimonio que viene a romper
el miedo ambiental, la compraventa de voluntades, actitudes todas que demuestran a qué nivel se ha llegado en una región como ésta por la procelosa penetración del poder político en todos los rincones de una sociedad mucho menos libre de lo que caracteriza a un sistema democrático.