Las últimas declaraciones de Aznar sobre la necesaria redimensión del sistema autonómico, para evitar, a su juicio, que España se convierte en un mapa de 17 miniestados, ha servido de munición con la que tanto el PSOE como IU en Andalucía tratan de abrir una brecha en las expectativas del partido de Javier Arenas. Desde la consejera Mar Moreno a Mario Jiménez, portavoz parlamentario socialista, el partido en el poder trata de nuevo de identificar al PP andaluz con la deuda histórica que para este partido supuso el grave error de sus primeras veleidades con el Estatuto, corregidas después por Arenas en la modificación del texto andaluz.

Sin embargo, a la hora de querer aprovechar electoralmente este asunto, es posible que haya quienes cometan el error de situarse muy lejos de la opinión de la gente común, poco dada hoy a seguir concediéndoles cheques en blanco a las administraciones sean del rango que sean. Resulta curioso que cuando alguien critica el despilfarro de los ayuntamientos o de la Administración central, nadie diga que quien lo hace está cuestionando la existencia ni de unos ni de otra. Sin embargo, cuando se trata de exigirle austeridad a las autonomías, toda una clase dirigente, el Gobierno y su entorno, sean del signo que sean, se alzan defendiendo las esencias del poder autonómico y convirtiéndolo en el pilar básico de la propia democracia.
Sólo por reparar en una autonomía especialmente celosa de sus competencias, como es Cataluña, el Gobierno de Artur Mas acaba de reconocer que no tiene dinero ni para pagar las nóminas, y eso después de que el equipo de Montilla y su tripartito haya dejado un agujero de déficit que hace tambalear las previsiones de la vicepresidenta económica de cara a sus compromisos con Bruselas. ¿Hay alguien que pueda justificar esta situación poniendo como excusa la necesidad de preservar el sistema autonómico? Y como éste, otros muchos ejemplos de más o menos relevancia.
Si algo hay que pueda mantener el crédito del sistema autonómico ante el ciudadano, que es el que lo paga con sus impuestos, es una correcta administración de los recursos públicos y una escrupulosa austeridad, sobre todo en tiempos como los actuales. Defender el despilfarro con la excusa de que su crítica mina el sistema autonómico no es más que ejercer un chantaje obsceno que sólo induce a que los ciudadanos se alejen cada vez más de una clase política que defiende sus particulares intereses frente a las necesidades generales.
En nombre de la autonomía como en el de la democracia hay muchos que se santiguan cada día como conversos sin que en realidad ni sean todo lo demócratas que debieran ni todo lo autonomistas que aparentan. Esta casta dominante, con aspiraciones de perpetuidad, es la que se resiste a prescindir de los atributos suntuosos de un poder que olvida el compromiso con los que le pagan la nómina.
En cualquier caso, si alguien tiene dudas, puede resolverlas haciendo una encuesta entre la gente del común sobre la eficacia de la autonomía. Es posible que concluya que determinados gestos de nuevos ricos pueden llegar a erosionar el sistema autonómico mucho más que las exigencias de quienes piden austeridad.